jueves, 29 de abril de 2010

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Creo que la primera vez que miré un arco iris me maravillé. probablemente hubo algo de decepción, recuerdo que los que veía en los libros eran más lindos y memorables, más nítidos. Eran siete colores distintos, perfectamente unidos y doblados como mimbre, que por lo general surcaban un cielo celeste. No lucen tan bien en persona. A menudo me preguntan porqué tanta fijación con el cielo. Puede que sea un secreto miedo a que caiga. Sí, tengo miedo que el cielo se caiga. ¿Qué sostiene al firmamento?, ¿qué impide que se desmaye sobre nuestras cabezas?. Claro, con interrogantes así, mirar hacia arriba se vuelve natural. Después viene el proceso de "descubrimiento" de cada una de las cosas: color, nubes, lluvia, tormenta, el sol, la luna, el día, la noche y un sin fin de cosas más que no podemos ver. Una vez, cuando en medio de una conversación salió el tema, me explicaron por qué y como se forman los arco iris. No me gustó para nada la explicación. fue muy... científica. No tengo nada en contra de la ciencia, pero en algo tan, creo, romántico como un arco iris una mera explicación cargada de pura objetividad me chocó muy fuerte. Le quitó toda la mística posible... toda la magia. Es que la belleza de muchas cosas tiene el agregado de nuestra complicidad, de nosotros mismos, ahí, observando, admirando, sintiendo, generando. Cuando me hablaron de algo tan bien guardado en mi corazón de una forma tan seca, me sentí mal. Se torna necesario admirar cosas tan... honestas como para mí lo son los arco iris. Quizás algún día aprenda a remontar uno por mi mismo, sería divertido.

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