sábado, 13 de marzo de 2010

7

Tiró el cigarro recién empezado a la calle, subió el cuello del sobretodo y echó a andar. Si apuraba el paso quizás no se mojara tanto, pero daba la impresión que más empeño ponía y más llovía. Se resignó a llegar empapado y aceptar las bromas de ocasión.
Le rondaba en la cabeza la pregunta: "¿qué carajo estoy haciendo acá?". Recordó ese dicho que dice que una vez en el baile hay que bailar y supuso que una vez bajo la lluvia hay que nadar. Se rió solo cuando pensó que no tenía traje de baño.
Una mujer pasó a su lado y, divertida, le sonrió. Los dos nadaban sin traje de baño.
Puto cambio climático.
Si Buenos Aires se parecía cada vez más a Londres, ¿dónde escaparía?. Se había dado cuenta que estaba a gusto en la ciudad, los salvajes locales ya no respondían dubitativamente cuando pedía precio por algo en las grandes avenidas, entendía el idioma y conocía los dóndes, qués y quiénes que le importaban. La misma sensación que sintió en muchos otros lugares y que le urgía seguir caminando y escaparle a la comodidad, al tedio cotidiano.
A él le resultaba aburrido todo. Todo menos el viaje. Entonces viajó y empezó a hacerlo de muy joven, ni bien pudo sacarse de encima las alas protectoras de su familia bien.
Recaló en Buenos Aires después de muchos años y se quedó por la misma razón que se quedaba en los lugares: una mujer.
¿Qué carajos estaba haciendo ahí? El sabía muy bien la respuesta, pero seguía preguntandose eso. Era difícil no hacerlo cuando la humedad de su ropa interior se escurria entre los pasos de sus piernas y sus pies helaban más que su cara. En la calle no había nadie más compartiendo su miseria. Se sintió muy solo.
Era hora de seguir viaje pero había hecho promesas y debía cumplir al menos una más.
Luego hablaría con ella.

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